Los dobles

Yo siempre he sabido que tenemos al menos un doble en algún lugar del mundo, José. Hazme caso. Te digo que a mí una vez me pasó en mi pueblo mientras cruzaba un puente. Fue muy rápido; la verdad ni me acuerdo. Pero también le pasó a mi tía Alicia, que, cabe recalcar, era la más noble de toda nuestra estirpe. Mi madre contaba una anécdota similar sobre la pobre tía; jamás supe si era real o meras divagaciones y quimeras, pero siempre le puse mucha atención a esa historia. Decía que la tía -de joven- caminando se encontraba entre sombras y reflejos de cristal una tarde, de esas frías, en un mes otoñal, cuando, de improvisto, una curiosa silueta se congeló frente a ella. Estaba estática y la luz le pegaba por la espalda, por lo que la tía no pudo distinguirle la cara; con todo y eso, sabía que ella la estaba observando de vuelta. Podía adivinarlo en los poros de la piel que se le enchinaban y en el ambiente estático y tenso. Y, en ese momento, lo sintió, eso que dicen de los momentos cruciales que parecen durar más de lo que realmente lo hacen, y supo que algo terrible estaba por suceder. La sensación de lucidez previa a la locura le volteó el estómago como cuando uno voltea una naranja para comérsela desde dentro. Y fue como si un manojo de arañas le trepara por la espina y le nublara las pasiones de los sentidos. El aire vibraba cargado de invisible magnetismo. Nevaban hojas entre la extraña y ella. De pronto, el terror se apoderó de su templanza y percibió la sangre de sus venas correr deprisa con vértigo. Ese rostro suyo, el de la silueta, era el mismo suyo, el de mi tía. Su cabello variaba de tono, entre castaño y color trigo, dependiendo de la luz del sol. Se estaba viendo a sí misma, y ella misma, su silueta, se veía también a ella, mi tía.

La otra tía, la intrusa, colocó un dedo enguantado sobre sus labios. Shhhh, pareció decirle. Seguro estoy de que la tía Alicia cayó de bruces al suelo. Uno no aguanta esos sustos, ¿no cree, compadre? Si le digo que a mí una vez me pasó, y eso que no estoy tan seguro como la pobre tía. No sé si fue eso, o los azares del destino, pero la tía murió dos meses después. Desde entonces, compadre mío, nadie me quita de la cabeza que cuando uno se encuentra a sí mismo parado ante él y tiene un contacto visual, aunque dure pocos segundos, está teniendo un diálogo silencioso con la muerte y su fin llega pronto. Por eso, aunque no me lo creas, yo volteé la mirada esa vez en el puente, y seguiré haciéndolo, pues yo lo que menos quiero es que un día de estos la muerte me encuentre los ojos.

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